Por Camilo Aponte
“El hombre al que contemplo con temor, con esperanza, con codicia, con propósitos, con exigencias, no es un hombre es un turbio reflejo de mi voluntad”. Hermann Hesse (1917).
“El hombre al que contemplo con temor, con esperanza, con codicia, con propósitos, con exigencias, no es un hombre es un turbio reflejo de mi voluntad”. Hermann Hesse (1917).
Daniel y yo estábamos disfrazados. Habíamos decidido experimentar en carne propia lo que sufre un ciego y su lazarillo en el diario trajín por conseguir unos pesos para sobrevivir. Él vestía una camisa de algodón con cuadros verdes y negros, unos vaqueros viejos, lentes oscuros, y tenis raídos. En una mano llevaba un palo de escoba que utilizaba como bastón, y en la otra un feo tarro de cartón donde recogeríamos el dinero. Su cabello estaba desordenado y su barba sin afeitar desde hacía varios días. Mientras tanto yo iba vestido con unos vaqueros sucios, un gorro de lana virgen desaliñado y una camiseta blanca con tres rotos, del tamaño de un puño, en el frente.
Salimos por la calle 74 y bajamos caminando hacia la carrera 15 de Bogotá. Aunque el pudor nos embargaba hicimos el mejor esfuerzo y comenzamos nuestro recorrido. Yo tenía a Daniel cogido del brazo. Él llevaba colgando en su pecho un letrero que decía “Ayudemen”, y mientras caminaba a tientas iba solicitando la caridad de cuanta persona pasaba junto a nosotros.
La gente caminaba por las aceras. Decenas de ejecutivos, amas de casa, colegiales, abuelos, y policías, se dirigían ensimismados con paso rápido hacia sus respectivos destinos. Mi guía y yo caminábamos en medio de esa masa de individuos. Tomamos la mitad de la acera de la calle 72, arriba de la carrera 15. Daniel movía su tarro y decía “Ayúdenme, por favor una monedita”, mientras yo tomaba su brazo y caminaba junto a él con paso lento y doloroso. Mi ojo derecho iba tapado por el gorro de lana virgen, pero a través del izquierdo podía ver lo suficiente:
Veía un mundo que se había acostumbrado a no conmoverse con el dolor ajeno, tal vez por desconfianza, tal vez por costumbre, pero ahora por la razón que fuera, sentía el gélido viento del rechazo en los ojos de los “grandes ejecutivos” que caminaban por la acera en grupo con sus escarapelas colgandoles del cuello.
Etonces, Daniel me dijo que iba a intentar caminar sin ver, que le avisara cuando hubiera peligro, y apretara su brazo cuando se acercara gente para que él supiera cuándo pedir la limosna. Y así fue. Cerró sus ojos y entonces sentí en mis hombros el peso de una vida a mi cargo. Pensé por unos segundos que lo que estábamos viviendo era nuestra realidad, y entonces pude comprender lo difícil que era vivir esta situación. Ser los ojos de otra persona, ser la luz que guiaba los pasos de su vida, era una responsabilidad muy grande.
Yo dirigía a mi amigo ciego por entre bolardos, motos estacionadas en la acera, puestos de ventas ambulantes, mercancías tiradas en el piso, gente que caminaba sin ningún orden, andenes altos, desniveles en el suelo, huecos, postes, cabinas telefónicas, y en fin un sin número de objetos que para un ciego serían su pesadilla al salir a caminar por la ciudad.
A medida que caminábamos la gente nos abría paso como si una extraña fuerza los repeliera. Las mujeres se desplazaban rápido y agarraban su bolso con fuerza. Pasaron varios grupos de colegiales junto a nosotros y se interesaron mucho por el anuncio con mala ortografía del ciego.
Pronto terminamos nuestro recorrido en el lugar donde lo empezamos, con tan sólo 450 pesos en nuestro tarro como ganancia. Al final cuando ya nuestros roles de ciego y lazarillo desaparecieron, y volvimos a ser nosotros mismos, nos dimos cuenta que si realmente hubiéramos necesitado el dinero para almorzar, habríamos tenido que comer pan blando de 100 pesos y aguantar la sed que nos acosaba después de haber caminado dos horas bajo el candente sol capitalino.
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